La Cuarta Vía

Daniel Riano

Por: Daniel Riaño

NO MÁS OUTSIDERS, POR FAVOR

Colombia se empezó a ir por el barranco desde que Rodolfo Hernández pasó a segunda vuelta en 2022. No sé cómo habría sido un gobierno liderado en sus primeros dos años por el ingeniero y después por Marelen Castillo, y es difícil imaginarse una situación tan crítica como la que vivimos ahora, pero no imposible. Ante todo, lo más grave de ese escenario es eso mismo: no tenemos idea de dónde estaríamos.

Rodolfo realmente no tenía programa de gobierno, no tenía identidad política, no era nada. Tenía, sí, algunas propuestas interesantes sueltas dentro de su campaña, como la unificación de subsidios, pero, al final del día, Rodolfo no era más que un empresario cuestionable con ganas de ser famoso que se encontró la gallina de los huevos de oro gritando la consigna “¡se robaron todo!” y posando para TikTok.

No es ridiculización lo de las ganas de ser famoso; recordemos que el candidato literalmente decidió perder las elecciones presidenciales al desaparecerse del país faltando 15 días para la segunda vuelta, cuando en la campaña petrista ya se pronosticaban a sí mismos perdedores por el momento que acumulaba el santandereano en las encuestas, como lo vino a admitir en una entrevista Nicolás Petro. Rodolfo era el primero que sabía que el cargo le iba a quedar grande, pero aun así tuvo el descaro de venderle lo contrario a medio país y dejarnos un chavista de presidente.

Con el fenómeno de la ‘Rodolfoneta’ muchos colombianos atravesaron un espejismo en el que se confundió novedad con improvisación y autenticidad con frivolidad. Casi cuatro años después, vamos por el mismo camino. No hemos aprendido.

Es increíble que, habiendo fundado una revista política cuyo expreso fin es impulsar las ideas liberales desde fuera de las estructuras y corrientes políticas tradicionales de este país, hoy cada día me encuentre más y más convencido de que lo que necesita Colombia el año entrante para la jefatura de Estado es volver a los mismos de siempre. “Estoy desconociéndome”, diría nuestro presidente. Pero esa es realmente la única conclusión a la que puedo llegar viendo parte del directorio telefónico de precandidatos presidenciales que tenemos hoy.

¿Y es que cómo no intranquilizarme cuando alguien que aspira a la presidencia y supuestamente es afín a mis ideas hace promesas del orden de construir cárceles en medio de la selva “para los corruptos y violentos”? ¿El que yo apoye a groso modo acabar la impunidad para los políticos significa que ahora me debería conformar con propuestas que no logran pasar la más mínima prueba arquitectónica, y mucho menos jurídica? Por supuesto que no, para evitar esos exabruptos es que precisamente existen esos personajes que tanto nos han enseñado en vano a evitar: los políticos.

Todos los outsiders por igual venden la idea fundamentalmente errónea de que bastan las buenas intenciones para gobernar. Todos mencionan dentro de su discurso que los politiqueros no han querido dejar de robar, que no han querido enfrentar el crimen con agallas, o que no han querido mirar los bolsillos de la gente del común; mejor dicho, que gobernar bien es cuestión de meterle ganas, pero todos menos ellos sufren de pura y mezquina pereza para hacer las cosas como toca.

La izquierda en Colombia también se comió ese cuento en 2022: creyeron que las grandes reformas sociales que buscaban para el país eran cuestión de que llegara un gobierno dispuesto a ponerlas en marcha, y se estrellaron con que no es así. Creyeron que con decretar la creación del Ministerio de la Igualdad ya era suficiente, y resulta que no; faltaba también poner un equipo diligente con experiencia jurídica y administrativa que no dejara morir la ejecución de la cartera por debajo del 2%, como hicieron Francia Márquez y su equipo de activistas que saltaron a las más altas esferas del sector público de buenas a primeras.

Es por eso que el gobierno Petro no ha logrado quedarle bien ni a los más acérrimos sectores de izquierda (gracias a Dios), porque aún teniendo una agenda clara es posible no tener la experticia para ejecutarla. Falla que es mucho más probable en campañas carentes de convicción ideológica, por cierto, como tienden a ser las de los outsiders.

Incluso quedándonos solo en la retórica, el outsider sigue careciendo de sentido; para verlo cambiemos el escenario: si yo quisiera mandar a hacer un pastel de bodas excepcional, que descreste a todos los invitados y no vean otro mejor en sus vidas, lo obvio que debo hacer es ir y contratar al pastelero más original que pueda encontrar, pero pastelero en todo caso. Seguramente no me servirá el más famoso de la ciudad que hace pasteles buenos, pero genéricos, como también es evidente que contratar a un abogado penalista para que haga el pastel será una fórmula de fracaso casi garantizado.

La misma lógica deberíamos aplicar en este momento a la política electoral: dos candidatos me están prometiendo que van a acabar con los bandidos que se tomaron el país. ¿A quién le debería creer? ¿Al que hizo un jingle lanzando puños de boxeador a la cámara bajo el seudónimo de tigre, o al exministro de defensa que trabajó con las dos presidencias que acabaron la guerrilla marxista más grande del continente? La respuesta, a mi parecer, es obvia, pero según lo que veo en sondeos de opinión en redes para muchos no parece serlo.

¿Pero quiero decir con eso que está prohibido el cambio radical en la política? ¿Soy un libertario arrepentido convertido en tecnócrata? En ninguna manera; solamente estoy reconociendo que, en la política, como en la repostería, el talento no se improvisa: se forma, se entrena y se disciplina. Y sí existen quienes traen ideas de cambio al sistema que se han preparado en ese proceso como se debe -a estos los llamo disidentes de la política, no outsiders.

El outsider que se auto percibe tigre es un caso muy interesante, porque precisamente tiene su contraparte ideológicamente gemela, pero disidente: María Fernanda Cabal. ‘La Generala’, como De la Espriella mismo la llama, ha sido durante años una figura disruptiva en el Congreso defendiendo posturas que muchos llaman radicales -yo no- como que el problema de Colombia no es la desigualdad, sino la pobreza; ideas a las que hoy muchos precandidatos en la derecha tarde se están acercando de todas maneras. Y pese a haber tenido siempre roces con la dirección de su partido, ahí sigue Cabal como senadora y precandidata, así que sí es posible impulsar el cambio y al mismo tiempo adquirir la experiencia para lograrlo. De hecho, su precandidatura misma es suficiente evidencia para dudar seriamente de las intenciones reales detrás de la de De la Espriella, ya que es bastante sospechoso admirar tanto a alguien para al final querer atravesársele en el camino y ser el ungido, sabiendo que uno está objetivamente menos preparado. Otro más, quizás, con ganas de ser famoso.

Ahora, a propósito de la experiencia de Cabal, un apunte que explica mi nueva tranquilidad en entregar la presidencia de vuelta a “los mismos de siempre”: el cambio no empieza en la Casa de Nariño, sino en el Congreso. Es allí donde se forman los disidentes de verdad, los que aprenden a gobernar antes de mandar. Por eso conviene mirar con atención los movimientos que hoy construyen doctrina y estructura, no solo eslóganes. Hasta el liberal más radical de nuestra era entendió que antes de rugir desde la presidencia en Buenos Aires había que pasar por el parlamento.

Al final, los outsiders son producto de nuestra propia impaciencia. Queremos renovación sin asumir el precio del aprendizaje. Y así terminamos escogiendo amateurs para que arreglen un país que exige profesionales. No necesitamos más redentores, sino disidentes con oficio: gente que entienda que la política no se improvisa, se estudia, se respeta y se ejerce con propósito.

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